Por: Guillermo Preciado
«[…]
la calle sigue siendo
siempre el tiempo de una infancia.»
Walter Benjamin
En el tenor de una confesión íntima me
asumo como un romántico que gusta de lecturas de ese mismo orden: Madame Bovary, El fantasma de la Ópera, Frankenstein,
esas del siglo XIX; asimismo, algunos textos del siglo pasado que mantienen una
tesitura decimonónica, como Seda o
varios poemas de Lorca, me han robado, con consentimiento, varias de mis
mejores horas; y otros libros más de ese siglo en el que permea un cariz romántico
en muchas de sus vertientes: amores casi imposibles (como El amor en los tiempos del cólera); vínculos eróticos-intelectuales
(como en la lectura cronológica de Rayuela);
tríos juveniles al borde de una extinción en un mundo distópico (Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro), y
un largo etcétera.
En ese sentido, reconozco que cierta
parcela de mi cabeza está tejida de una tela melancólica-romántica-idealista, valga decir. Y que si fuera capaz de
exteriorizarse aquello en una cita sería en la famosa frase del bolero Amar y vivir, que versa : “[…]
lo que pudo haber sido y no
fue.” Por eso cuando pienso en la calle en la que vivo y en alguna buena
historia que contar, pocas asociaciones me encuentran, pues la calle donde vivo realmente no es la calle donde me hubiera gustado
vivir. No fue así. ¡Pero es que uno
siempre desea aquello que nunca tuvo!
Realmente no es tan malo, – de
hecho, este tema no forma parte de ese selecto conjunto de deseos nostálgicos
frustrados, como sí lo son los ya extintos deseos de ser músico y futbolista. Porque
aunque mi calle no guarda historias tan interesantes esto supone,
paradójicamente, la abertura de un agujero en el jarrón de mis reminiscencias por
donde se pueden introducir nuevos cuentos,
a saber, experiencias que no tuve, aventuras sin autor, amistades sin personajes
– “[…] lo que pudo haber sido y no fue…” – y que,
sin embargo, aún puedo tener; como decía un maestro de literatura: “Uno puede
recordar lo que no vivió”. Y es precisamente la literatura, en todas sus modalidades,
lo que habilita este tipo de ficciones que, aunque ficciones, tocan
(¡desgarran!) el plano de lo real.
Así pues, la calle de mi imaginación es oscura de día e iluminada de noche.
Cuando el sol la mira, la calle se
esconde detrás de las personas que habitan en ella. Está, por ejemplo, el señor Martínez… viudo adinerado cuya rutina le
obliga a saludarme siempre en las mañanas, conocido en la cuadra por su
presumida renuncia a nunca usar dos veces la misma ropa. Cierta vez la señora Duras notó que traía la misma playera de una
semana anterior y en la impertinencia de hacérselo notar ésta resultó regañada
por su excesiva atención. Billy, de la otra cuadra, cuenta que a la semana
siguiente vio a un niño de la calle aledaña con una camisa demasiado holgada
para él y de una marca impropia de su trabajo – respetable mas no muy bien
remunerado – de lavacoches. Esta señora Duras intenta mensualmente, con
poco éxito siempre, crear una asociación de vigilancia entre vecinos con el
pretexto de ahuyentar a los (imaginarios) ladrones. Todos por aquí saben que sólo
es un motivo de conversación para timbrar a la puerta del señor Walter, cuya
sospecha colectiva de carácter taciturno, intelectual y de un físico bien
parecido, incita a más de una mujer (y hombre) a querer arrancarle más palabras
de las que su apretada y misteriosa agenda le permite: ¡Que pase muy buenas
noches, señora Duras! ¡Me encantaría pero tenía pensado cocinar hoy para mí
mismo, gracias!
De noche, cuando todo está iluminado
en mi calle, salimos los niños a jugar. El tiempo y el espacio son nuestros
aliados en los múltiples juegos que nos inventamos. Hay uno que trata de
competir por quién salta más alto. Yo una vez brinqué cinco metros, pero los
demás contradecían que no había rebasado ni los cuatro y medio; ni siquiera con
esa supuesta marca alcanzaba el récord de Paul, cuyos cuatro metros y 80
centímetros lo elevaron al cielo –literal– y a la fama en por lo menos dos
vecindarios a la redonda. Estoy casi seguro que fue gracias a eso que Kimberly,
la chica de mis sueños, le dio un beso en la mejilla como premio. La verdad es
que yo no salté los cinco metros, ni siquiera cuatro; sólo fue un intento
desesperado por conseguir la atención de la niña de mis anhelos. Mi esperanza resucita
ahora que descubrí que en la calle de al lado, esa que todos odian porque vive
puro viejo, hay un señor como de 15 años que dice que él me puede ayudar a
saltar más alto que Paul. Le caigo bien, supongo que es porque le conté el
secreto de los secretos, que por un pequeño hoyo de la casa abandonada uno
puede ver cuando se baña la señora Macías. En fin, ése es otro de los juegos
que tenemos aquí pero que casi nadie lo cuenta a nadie por pena.
Sin duda, mi juego favorito es el
que jugamos a ser mayores. Yo juego que soy un terapeuta, y un empresario
exitoso a la vez. Que tengo un lugar donde va la gente a contarme sus problemas
y otro lugar donde trabajo vendiendo cosas. Mi amigo Federico cuenta que de
grande quiere ser poeta. Me cae muy bien
él, aunque ha decir verdad a mis padres les incomoda mucho porque dicen que
habla de cosas como de otro mundo y que no le gustan las niñas sino los niños y
que eso hará que no pase de los cuarenta años. A Sebastián le gustaría ser
un gran músico y tener muchos hijos e hijas. De él me parece raro que diga esto último porque va mucho a la Iglesia
y ahí como que les prohíben hablar de eso de tener hijos. Como sea, cuando él
toca el piano en la fiesta anual del barrio parece que los ángeles bajan a
convivir con nosotros. Pablito quiere llegar a ser pintor. En esas fiestas anuales del barrio nos
deleita a todos con sus pinturas. Cada uno se sienta durante un rato para que
él nos pinte y al final, aunque bello el cuadro, nos desconcierta porque
nuestras cabezas parecen cubos volteados. Mi hermano Miguel desea con toda
su alma ser escritor. Los últimos viernes
de mes todos los chicos (y de vez en cuando las chicas van a molestar) nos
juntamos en la casa abandonada para que Miguel nos cuente una historia
diferente. Aunque, bueno, generalmente narra solo diferentes versiones de la
misma historia acerca de un hombre con un gusto desenfrenando por los caballos que
ataca molinos pensando que son gigantes. Yo, como de broma, a veces les
digo que quiero ser todo eso y que cada casa de la calle donde vivo será como
una puerta siempre abierta a cada una de esas formas de Ser...
la calle
sigue
siendo
siempre
el
tiempo
de
una
infancia.
Walter Benjamin.