lunes, 3 de agosto de 2015

La calle de mi imaginación

Por: Guillermo Preciado

«[…] la calle sigue siendo siempre el tiempo de una infancia.»

Walter Benjamin

            En el tenor de una confesión íntima ­me asumo como un romántico que gusta de lecturas de ese mismo orden: Madame Bovary, El fantasma de la Ópera, Frankenstein, esas del siglo XIX; asimismo, algunos textos del siglo pasado que mantienen una tesitura decimonónica, como Seda o varios poemas de Lorca, me han robado, con consentimiento, varias de mis mejores horas; y otros libros más de ese siglo en el que permea un cariz romántico en muchas de sus vertientes: amores casi imposibles (como El amor en los tiempos del cólera); vínculos eróticos-intelectuales (como en la lectura cronológica de Rayuela); tríos juveniles al borde de una extinción en un mundo distópico (Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro), y un largo etcétera.      

            En ese sentido, reconozco que cierta parcela de mi cabeza está tejida de una tela melancólica-romántica-idealista, valga decir. Y que si fuera capaz de exteriorizarse aquello en una cita sería en la famosa frase del bolero Amar y vivir, que versa : “[…] lo que pudo haber sido y no fue.” Por eso cuando pienso en la calle en la que vivo y en alguna buena historia que contar, pocas asociaciones me encuentran, pues la calle donde vivo realmente no es la calle donde me hubiera gustado vivir. No fue así. ¡Pero es que uno siempre desea aquello que nunca tuvo!       

            Realmente no es tan malo, – de hecho, este tema no forma parte de ese selecto conjunto de deseos nostálgicos frustrados, como sí lo son los ya extintos deseos de ser músico y futbolista. Porque aunque mi calle no guarda historias tan interesantes esto supone, paradójicamente, la abertura de un agujero en el jarrón de mis reminiscencias por donde se pueden introducir nuevos cuentos, a saber, experiencias que no tuve, aventuras sin autor, amistades sin personajes  ­­– “[…] lo que pudo haber sido y no fue…” – y que, sin embargo, aún puedo tener; como decía un maestro de literatura: “Uno puede recordar lo que no vivió”. Y es precisamente la literatura, en todas sus modalidades, lo que habilita este tipo de ficciones que, aunque ficciones, tocan (¡desgarran!) el plano de lo real.     
    
            Así pues, la calle de mi imaginación es oscura de día e iluminada de noche. Cuando el sol la mira, la calle se esconde detrás de las personas que habitan en ella. Está, por ejemplo, el señor Martínez… viudo adinerado cuya rutina le obliga a saludarme siempre en las mañanas, conocido en la cuadra por su presumida renuncia a nunca usar dos veces la misma ropa. Cierta vez la señora Duras notó que traía la misma playera de una semana anterior y en la impertinencia de hacérselo notar ésta resultó regañada por su excesiva atención. Billy, de la otra cuadra, cuenta que a la semana siguiente vio a un niño de la calle aledaña con una camisa demasiado holgada para él y de una marca impropia de su trabajo – respetable mas no muy bien remunerado – de lavacoches. Esta señora Duras intenta mensualmente, con poco éxito siempre, crear una asociación de vigilancia entre vecinos con el pretexto de ahuyentar a los (imaginarios) ladrones. Todos por aquí saben que sólo es un motivo de conversación para timbrar a la puerta del señor Walter, cuya sospecha colectiva de carácter taciturno, intelectual y de un físico bien parecido, incita a más de una mujer (y hombre) a querer arrancarle más palabras de las que su apretada y misteriosa agenda le permite: ¡Que pase muy buenas noches, señora Duras! ¡Me encantaría pero tenía pensado cocinar hoy para mí mismo, gracias!    

            De noche, cuando todo está iluminado en mi calle, salimos los niños a jugar. El tiempo y el espacio son nuestros aliados en los múltiples juegos que nos inventamos. Hay uno que trata de competir por quién salta más alto. Yo una vez brinqué cinco metros, pero los demás contradecían que no había rebasado ni los cuatro y medio; ni siquiera con esa supuesta marca alcanzaba el récord de Paul, cuyos cuatro metros y 80 centímetros lo elevaron al cielo –literal– y a la fama en por lo menos dos vecindarios a la redonda. Estoy casi seguro que fue gracias a eso que Kimberly, la chica de mis sueños, le dio un beso en la mejilla como premio. La verdad es que yo no salté los cinco metros, ni siquiera cuatro; sólo fue un intento desesperado por conseguir la atención de la niña de mis anhelos. Mi esperanza resucita ahora que descubrí que en la calle de al lado, esa que todos odian porque vive puro viejo, hay un señor como de 15 años que dice que él me puede ayudar a saltar más alto que Paul. Le caigo bien, supongo que es porque le conté el secreto de los secretos, que por un pequeño hoyo de la casa abandonada uno puede ver cuando se baña la señora Macías. En fin, ése es otro de los juegos que tenemos aquí pero que casi nadie lo cuenta a nadie por pena.

            Sin duda, mi juego favorito es el que jugamos a ser mayores. Yo juego que soy un terapeuta, y un empresario exitoso a la vez. Que tengo un lugar donde va la gente a contarme sus problemas y otro lugar donde trabajo vendiendo cosas. Mi amigo Federico cuenta que de grande quiere ser poeta. Me cae muy bien él, aunque ha decir verdad a mis padres les incomoda mucho porque dicen que habla de cosas como de otro mundo y que no le gustan las niñas sino los niños y que eso hará que no pase de los cuarenta años. A Sebastián le gustaría ser un gran músico y tener muchos hijos e hijas. De él me parece raro que diga esto último porque va mucho a la Iglesia y ahí como que les prohíben hablar de eso de tener hijos. Como sea, cuando él toca el piano en la fiesta anual del barrio parece que los ángeles bajan a convivir con nosotros. Pablito quiere llegar a ser pintor. En esas fiestas anuales del barrio nos deleita a todos con sus pinturas. Cada uno se sienta durante un rato para que él nos pinte y al final, aunque bello el cuadro, nos desconcierta porque nuestras cabezas parecen cubos volteados. Mi hermano Miguel desea con toda su alma ser escritor. Los últimos viernes de mes todos los chicos (y de vez en cuando las chicas van a molestar) nos juntamos en la casa abandonada para que Miguel nos cuente una historia diferente. Aunque, bueno, generalmente narra solo diferentes versiones de la misma historia acerca de un hombre con un gusto desenfrenando por los caballos que ataca molinos pensando que son gigantes. Yo, como de broma, a veces les digo que quiero ser todo eso y que cada casa de la calle donde vivo será como una puerta siempre abierta a cada una de esas formas de Ser...

la calle
sigue
siendo
siempre
el
tiempo
de
una
infancia.

Walter Benjamin.

            

Reflexiones sobre la calle y Walter Benjamin

Dice Adorno en su texto Caracterización de Walter Benjamin «La provocativa frase según la cual un artículo sobre los passages de Paris contiene más filosofía que las meditaciones sobre el ser del ente […]»[1]. No poseemos conocimiento para estar a favor o en contra de dicha argumentación, de lo que sí podemos hablar es de la experiencia urbanística, filosófica y literaria que supuso la (fragmentada) lectura de “Libro de los pasajes”, de Walter Benjamin, puntualmente “M [El flâneur] ” .
Ciertamente lo que hace Benjamin es inaugurar una óptica –“la [/su] técnica de aumentos hace que se mueva lo inmóvil y que se detenga lo en movimiento”[2]. Óptica que se corre en el plano de los histórico anti-progresista, mas, empero sin vaciar el mar de esperanza en el hombre. Para ilustrar esto exhibo una frase de WB que versa:
“Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia universal. Pero tal vez ocurra con esto algo enteramente distinto. Tal vez las revoluciones son el gesto de agarrar el freno de seguridad que hace el género humano que viaje en ese tren”[3]
Leyendo Libro de los pasajes uno tiene la impresión de que cada caminar puede devenir en un acontecimiento. Transitar por las calles es también una pesquisa, una “búsqueda de un tiempo perdido”. Alimentar la imaginación desde lo cotidiano, haciendo “abducción” de lo efímero de los elementos de lo urbano para presentarlo como acertijo, para mitificarlo (“Mientras haya un mendigo habrá mito”), para caminar sobre el ataúd-calle y así resucitarlo. Y es que, bajo el entendimiento y la (i)lógica de “Libro de los pasajes” sostenemos que su filosofía se ha embarazado de una narrativa sin igual y el engendro de ambos no es sino este tipo peculiar de ensayo; ese que Adorno enuncia como aquella “forma en la capacidad de contemplar lo histórico, las manifestaciones del espíritu objetivo, la «cultura», como si se tratara de naturaleza”.[4]
Así cuando WB, en dos tiempos, dice “La calle conduce al flâneur a un tiempo desaparecido” y “la calle sigue siendo siempre el tiempo de una infancia”[5] no hace sino reforzar esta idea respecto a que su pensamiento se adorna de vestidos rotos, fragmentados, en trozos, cual vagabundo que deambula perdido en la ciudad.
Una ciudad que conoce muy bien…

[1] Theodor Adorno. Caracterización de Walter Benjamin, en “Prismas”. Trad. Manuel Sacristán. España: Ariel, 1962, p. 153.
[2] Ibíd., p. 160.
[3] Walter Benjamin. La dialéctica del suspenso. Chile, Arcis –sin año de edición; trad. Pablo Oyarzún, p. 76.
[4] Adorno. Op. cit. p. 154.
[5] Walter Benjamin. Libro de los pasajes. España: Akal, 2005, p. 422.